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La decisión del gobierno de expropiar 100 hectáreas
de la megatoma de San Antonio —ubicada en el sector de Cerro Centinela,
en la región de Valparaíso— no solo cierra un conflicto que se
arrastraba por meses, sino que abre un debate mayor sobre la incapacidad
del Estado para enfrentar de manera efectiva el acceso a la vivienda
digna en Chile. El caso, que involucra a más de diez mil personas
asentadas hace años en un terreno privado, representa una radiografía
exacta de un problema estructural arrastrado durante décadas: el derecho
a la vivienda continúa siendo un privilegio más que un bien social
garantizado.
Una megatoma que creció al ritmo de la necesidad
El asentamiento de Cerro Centinela se expandió de manera acelerada durante la última década. Sus más de 215 hectáreas ocupadas
dan cuenta de un fenómeno que se repite en varias zonas del país:
familias que, ante la imposibilidad de acceder al mercado formal de la
vivienda, levantan sus hogares en terrenos disponibles —rurales,
periféricos o en procesos de abandono— porque no tienen otra opción.
En
San Antonio, como en tantos otros lugares, la ocupación fue primero un
acto desesperado, luego una organización comunitaria, y con el tiempo,
una necesidad políticamente ineludible. El Estado llegó tarde, como
suele ocurrir en estos conflictos, cuando ya había miles de viviendas
informales, redes sociales sólidas, comités internos y una población que
exigía ser reconocida como parte legítima del territorio.
La
magnitud del asentamiento convirtió la situación en un dilema jurídico,
pero también humanitario. Desalojar significaba generar una crisis
social; permitir la permanencia sin intervención, consolidar un gueto de
precariedad. Entre ambos polos, el Estado intentó negociar.
Negociaciones fallidas y el quiebre con los propietarios
Los
propietarios del predio sostuvieron por meses una negociación tensa con
el Servicio de Vivienda y Urbanización (Serviu) y el Ministerio de
Vivienda (Minvu). Las conversaciones no prosperaron por una diferencia
sustantiva en el precio: los dueños aspiraban a un valor por metro
cuadrado casi dos veces superior
al ofrecido por el Estado. Para el gobierno, pagar ese monto equivalía a
legitimar una especulación que terminaría afectando políticas futuras;
para los propietarios, aceptar la evaluación fiscal suponía perder gran
parte del valor de sus tierras.
La mesa se quebró y el gobierno avanzó hacia la expropiación,
utilizando facultades legales existentes y justificando la medida en un
“interés público mayor”: asegurar vivienda digna a miles de familias
organizadas en más de 40 cooperativas, que ya contaban con ahorros y proyectos en curso.
La expropiación no abarca todo el terreno tomado —solo 100 de las 215 hectáreas—,
lo que implica que miles de habitantes de las zonas no contempladas
quedarán en una situación incierta y sujeta a eventuales desalojos,
según lo dictado por tribunales. El Estado priorizó las áreas más aptas
para un proyecto habitacional integral y técnicamente viable.
Un proyecto habitacional, pero muchas preguntas abiertas
El gobierno anunció que las hectáreas expropiadas serán destinadas a un conjunto habitacional que beneficiará a unas 3.700 familias,
articulado a través de las cooperativas existentes. El modelo, basado
en la corresponsabilidad y el ahorro previo, busca combinar inversión
estatal con capacidad organizativa local.
Pero
no está claro aún si los plazos permitirán atender la urgencia
inmediata. Tampoco se sabe qué ocurrirá con las aproximadamente 400 familias
que no pertenecen a cooperativas y que, por tanto, podrían quedar fuera
del proyecto. La expropiación, en ese sentido, abre un camino, pero
también revela las limitaciones del Estado para abarcar la totalidad de
la problemática.
Hay desafíos
urbanos relevantes: estabilización de terrenos, urbanización,
construcción de servicios, planificación vial, acceso a transporte,
integración al tejido urbano de San Antonio. Transformar una megatoma en
un barrio consolidado requiere recursos significativos y una voluntad
política sostenida durante años. La experiencia chilena demuestra que
esos compromisos, a menudo, se diluyen en ciclos políticos cortos.
La toma como síntoma de una falla mayor
Aunque
el caso de San Antonio es excepcional por su tamaño, no lo es por su
origen. Chile lleva más de medio siglo enfrentando tomas de terreno
debido al alto costo del suelo y la lentitud del sistema público de
vivienda. Desde La Victoria en 1957, pasando por las tomas masivas de
los años 60, la erradicación neoliberal de los 80 y el auge de los
campamentos en los últimos veinte años, el patrón es siempre el mismo:
cuando el Estado no responde, los sectores populares autogestionan sus
soluciones.
La
crisis habitacional actual, alimentada por el encarecimiento del suelo
urbano, la subcontratación del modelo de vivienda social y la
desigualdad estructural, hace que miles de familias trabajadoras
—chilenas y migrantes— no puedan pagar un arriendo ni acceder a un
crédito hipotecario. El resultado es previsible: hacinamiento,
informalidad y tomas.
San
Antonio es, por tanto, un espejo: no solo de la precariedad, sino
también de la persistente desigualdad territorial del país. El conflicto
no surgió de la ilegalidad sino de la necesidad; la ocupación no
comenzó por voluntad de enfrentamiento, sino porque el mercado dejó
fuera a quienes no pueden pagar suelos cada vez más caros
El desafío que queda: reconocer el derecho a la ciudad
La
expropiación en San Antonio marca un precedente. Pero también obliga a
preguntar si el Estado está dispuesto a reformar el sistema de vivienda
más allá de responder a emergencias. Porque sin una política de suelo
robusta, una regulación del precio del arriendo y una inversión
sostenida en vivienda integrada, los campamentos seguirán creciendo, y
las expropiaciones serán solo parches en un paisaje urbano cada vez más
desigual.
San Antonio no debe
ser leído como un conflicto aislado, sino como parte de una crisis
estructural que exige cambios profundos: garantizar acceso real al
suelo, reconocer la vivienda como derecho social y construir ciudades en
las que los pobres no vivan en los márgenes —o en la ilegalidad
forzada—, sino como ciudadanos plenos.
Simón del Valle